
“En cada ayllu —comenta Lino— no faltan montañas para los entrenamientos. Éstas son cuidadas por los pobladores, para que nadie suba, como sucede con el cerro P’oqe (cal), donde hay árboles para practicar puntería con hondas y armas. Pero K’alachaca es el mejor lugar, por las piedras rocosas que sirven para saltar y escalar con cuerdas. En mi unidad preferimos la colina Letanías de Viacha, donde ensayan los regimientos Bolívar y Motorizados”.
“En mi sección está el monte Suri ('flamenco' en aymara) —explica Poncio—, donde hay ríos, lugares angostos y cuevas para pasar la noche. También está el Beringila, allí realizamos prácticas de varios días, donde hay una apacheta (altar hecho de piedras) con un lago donde habitan aves para la comida, aparte del haba y el tostado que uno lleva. El Beringila sirve para pruebas de resistencia, donde se puede llegar a no comer nada durante cuatro jornadas. Hay que aguantar ese tiempo, así nomás se sabe si uno está preparado”.
Además, los “ponchos rojos” han logrado instituir tácticas de entrenamiento propias. Una se refiere al examen de largo aliento: trotar a la punta de una montaña. “El jilakata mayor se encarga de prender la brasa en la cima y antes de que el humo salga (señal de que el fuego se apaga), uno debe llegar a la meta. Los jóvenes tienen como media hora para cumplir este desafío. Uno no puede detenerse, si no, es retirado. Los que controlan esto en el camino son los sullkajilakatas (segundos en rango)”.
Otro ensayo se lo realiza cazando al zorro del monte. “Este animal es difícil de perseguir en la colina, pero sus pequeñas patas delanteras le perjudican en la parte baja. El reto de un grupo de diez ‘ponchos rojos’ es seguirlo. Uno termina completamente cansado. Al final, tras agarrar al zorro, se lo carnea y se prepara una comida, porque su carne es medicinal: santo remedio para los que padecen debilidad. Otra sopa que se prepara es de carne de añathuya ('zorrino') ayuda a uno para tener fuerzas y pensar mejor”.
También hay pruebas para aprender a contener la respiración. “El jilakata enciende fogatas en cien metros de camino y pone arbustos que apagan lentamente el fuego generando harta humareda. Así se forma un callejón por donde los practicantes deben entrar y salir a paso firme. El humo exige aguantar el aire durante cinco minutos.
Otro ejercicio es caminar o arrastrarse detrás de cientos de ovejas. Hay que avanzar sin tragar el polvo. Las autoridades nos enseñan esto para tolerar la polvareda que pueden levantar las bombas”.
En las lagunas y ríos de las montañas altiplánicas se practican más competencias. “La lucha no puede ser solamente en tierra seca, igual en agua y pantanos. Por ello, se trepa contracorriente entre cinco personas a la cumbre del caudal. El agua fría puede llegar hasta el cuello y ocasionar calambres. La maña está en avanzar lentamente, arrastrando los pies, sin levantarlos, porque de lo contrario la fuerza del río te lleva y uno puede jalar a los demás. Esta prueba dura como media hora”.
Entre los jilakatas hay otros métodos esotéricos. “Los abuelos nos han enseñado a hablar con la naturaleza. Hay posiciones corporales para lograr buena concentración y conseguir que el espíritu salga del cuerpo y vea lo que sucede en otro lugar. Nadie lo creería, pero, en caso de conflicto, las autoridades espirituales pueden realizar esto y ver quiénes o cuántos soldados se encuentran al otro lado de un cerro. Sólo es cuestión de concentrarse”, señala un mallku de la provincia Los Andes.
“Eso no es nada —continúa el jefe del ayllu entrevistado por la Revista DOMINGO de "La Prensa"—. Los guerreros campesinos deben aprender a sorprender al enemigo, y eso nos lo enseñaron los kallawayas (medicos collas). Podemos hacerles dormir de la siguiente forma: conseguimos un hueso del cementerio y lo molemos; pedimos a las pachas y las almas para que la poción brinde efecto. La soplamos cerca de la persona que atacamos, ésta se llenará de mala gana y se irá a dormir. Son secretos de nuestros antepasados”.
La rutina de entrenamiento es determinada en las reuniones de comienzos de año. “¡Tatanaca, mamanaca… jicha arumaja arst'asipjañaniwa jach'a sarnakawiñasata!...” ('¡Señores y señoras, esta noche trataremos de cosas importantes!...'), convoca el jilakata desde el promontorio de piedra situado en las plazas comunitarias. “El ayllu —dice Poncio—, silenciosa y educadamente, debe llegar a la escuela, donde la autoridad recuerda a las familias que los jóvenes deben estar listos. Allí se define si las prácticas van a ser una o dos o tres veces al mes. El cronograma debe ser respetado al pie de la letra”.
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