
Pero, ¿cómo se conformaría el batallón en caso de un conflicto bélico? “Tenemos sangre guerrera —realza Lino—, por eso habría buena coordinación. Primero irían los jóvenes, el bloque de avanzada que se dividiría en tres ramas de ataque: taypi (centro), k’upi (derecha) y ch’eqa (izquierda). Una arremetida por tres flancos que sorprendería al enemigo. En el medio estaría el grupo de los hombres de 30 y 40 años de edad (sullk’iri). Y los más abuelos (40 y 50 años) se ubicarían en la retaguardia (kjepiri)”.
En cuanto a los grados jerárquicos, en el rango mayor se halla el jilakata, seguido por el sullkajilakata. “Éstos —añade Lino— se encargarían de la tropa completa y nombrarían comandantes para cada ayllu. Las mamat’allas (autoridades femeninas) también cumplirían funciones de apoyo. Luego estarían los yanapiris (ayudantes), colaboradores de los mandos superiores. Aparte, se hallarían los chasquis (mensajeros). Así se formarían el mayatama (tropa uno), payatama (tropa dos) y quimsatama (tropa tres): todo un aparato guerrero”.
Y la mujer también asumiría una función crucial en este cuadro. “Escuché al jilakata —relata Poncio— recomendar a las mujeres de mi ayllu que, en el momento en que sus esposos e hijos estén luchando, ellas deberán hacerles llegar su comida por lugares desconocidos. O sea, deberán alimentar a la tropa. Las tawaqu imillas (chiquillas de 13 y 15 años) ya están instruidas para esto. Incluso, en tiempos de guerra, la mujer mayor deberá vestir phullu (manta) roja o negra, porque su marido puede caer en cualquier momento en la batalla”.
Este procedimiento llegó a funcionar en las jornadas violentas de septiembre y octubre de 2003. Las esposas recolectaron productos en pirwas (casetas pequeñas de paja), de donde fueron sacando comida para dar de comer a los bloqueadores y marchistas andinos. “En esas fechas, mi ayllu tenía que acumular como dos arrobas diarias de chuño y trigo, y se logró cumplir con lo guardado en las pirwas. Fue un entrenamiento comunitario que demostró, sobre todo, que estamos preparados para la guerra”, culmina Poncio.
Lo descrito anteriormente explica el hermetismo de los jilakatas sobre el tema. “Usar poncho rojo significa ser el representante militar o policial. Los jóvenes no sabemos mucho de eso, sí nuestros abuelos”, dice con tono desconfiado y cauteloso Pedro Quispe, líder del ayllu Puchuqullu (Cerro sobrante) Alto, situado en Laja. “El poncho rojo se emplea en los conflictos graves, incluso en las peleas agrarias entre comunarios de provincias. Es para defendernos”, contrarresta el ex dirigente del comité de vigilancia de Laja Claudio Quispe.
Mientras, Lino y Poncio continúan su reclutamiento. Para ellos —y para otros “soldados” del altiplano—, la guerra está a la vuelta de la esquina. “Así es, hermano, la lucha de campesinos e indios está bien preparada. Ni en los cuarteles se entrena tanto”, comentan con ínfulas de superioridad. Dos “ponchos rojos” que alimentan ideológicamente a sus homólogos y que además cursaron en lo que llaman una “cuna de rebeldes”: la Universidad Tawantinsuyo, en Laja. Pero ésa es otra historia.
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