Por Sayuri Loza
Cuando enseño aymara, mis alumnos siempre me piden que les enseñe insultos. Uno de los peores insultos en aymara, aunque no es insulto en castellano; es la palabra tutira, que no es otra cosa que el solterón o la solterona.
Los aymaras creen que uno no es nada si no se casa –y como en toda sociedad– los aymaras precolombinos tenían al matrimonio como un modo de establecer vínculos entre jathas (la versión aymara del ayllu o comunidad) y forjar alianzas de poder. Éste método constituyó, también, el mejor modo de incrementar la población para la defensa de un territorio.
Antes de la conquista de los incas, entre los siglos XII y XIV, los llamados señoríos aymaras establecidos al oeste del actual territorio boliviano, tenían una relación profundamente belicosa entre ellos. Se hacían la guerra –vestigios de estos enfrentamientos son las pukaras– y a la hora de hacer la guerra, es menester tener más gente que el contrincante, por eso se debía contribuir con hijos a la jatha.
La ceremonia de la boda, la irpaqa, consistía en ir a la casa de la mujer y negociar con sus padres la unión. Se iba con chicha y coca, y en muchas ocasiones, la negociación duraba varias horas. Todo esto, hasta que la joven era entregada y se iba a la casa del marido. Detrás de ellos iba alguien llevando una antorcha encendida, como signo de llevar el fuego de un hogar al otro.
Pero más allá de cuestiones prácticas; el universo, para la mirada aymara, es siempre dual: hombre–mujer, arriba–abajo, agua–tierra, etc. Y de manera muy similar a la visión asiática del ying yang, dibuja un cosmos en el que la totalidad de sus elementos ejerce una función mutuamente complementaria. Un modelo, sin duda, tomado en base a la observación de la naturaleza.
La visión aymara original, no le tiene mucho afecto al que no tiene pareja porque está ch’ulla. Muchos traducen ch’ulla como impar, pero no es eso, es más como el mito del alma gemela al que hace referencia Platón en El banquete. Fuimos divididos y buscamos a nuestro par, nuestra otra mitad, nuestro reflejo; por eso uno busca su ch’ulla, por eso uno se casa.
Así, casarse se dice jaqichasiña, que literalmente es “convertirse en persona”. Para los aymaras del pasado, uno no era persona hasta que no se casaba y tenía hijos, o por lo menos criaba niños wajcha (huérfanos). Mucho de esto todavía pervive. En los prestes, por ejemplo, casi nunca se ve a alguien soltero ser pasante, siempre van con pareja; porque se entiende que ser pasante es una actividad que hace ‘la gente que se respeta’, y siempre resulta más difícil respetar al soltero.
Esta visión prevalece desde tiempo inmemorial en la sociedad aymara urbana, cuyo crecimiento vertiginoso la ha hecho imponerse en espacio, estética y economía. De esta forma, ha generado una identidad tan fuerte que el resto de identidades se han hecho satelitales a ella.
Quizás, si este territorio hubiese evolucionado sin intervención extranjera, hoy estaría prohibido ser soltero, como en la película Langosta (2015) del director Yorgos Lanthimos. Sin embargo, para bien o para mal, ninguna cultura puede escapar al sincretismo. Así, es que algunos aymaras más jóvenes están recogiendo las nuevas tendencias mundiales y por primera vez en siglos, afirman sin miedo a la presión de su sociedad, que no se casarán ni tendrán hijos.
Ahora bien, este discurso tendrá dos desenlaces: o el joven terminará abandonando esta idea y por diversas razones continuará con el legado de pareja; o –menos probable– mantendrá su visión a pesar de las circunstancias. Entonces, seremos testigos de la primera generación que romperá de manera deliberada y planificada con la dualidad tan presente en sus padres y abuelos. Este hecho replantearía puntos sustanciales de su cosmovisión y en consecuencia generaría sin duda un bagaje estético, cultural y político interesante.
Sin embargo, estos cambios tomarán tiempo. Entre tanto, las visiones duales aymaras seguirán impresas no sólo en los aymaras, sino también en quienes comparten territorio con ellos. Aquellos quienes viven en Bajo San Antonio, Alto San Antonio; Obrajes y Alto Obrajes, entre otros, y viven en esa dualidad quizás sin darse cuenta.
Fuente fotográfica: Gentileza de Satori Gigie. Extraída de Página Siete.
Fuente: Aula libre
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