por Fernando Untoja
El continente latino-americano está marcado en su historia por ciclos polÃticos en los que unas veces son las dictaduras militares y en otras las dictaduras revolucionarias las que exponen a sus caudillos siempre con prácticas autoritarias; existen tantos caudillos como santos. Los que estudian las sociedades del Sur siempre encuentran las proezas de los “grandes” caudillos. Esta parece tener su base sociológica y polÃtica en estructuras entrecruzadas donde las relaciones feudales y de parentesco imprimen una tradición, más que principios polÃticos y democráticos.
El péndulo de la polÃtica está entre dictaduras y revoluciones; lo común a ambas son las prácticas fascistas. Ambas mantuvieron relaciones de reciprocidad con las masas en base al clientelismo, la prebenda, generalizando el asistencialismo en una sociedad donde el individuo espera el “don” del “lÃder”. Entre jocosidad y polÃtica la consigna es la lucha contra: la “rosca”, la “dependencia”, el “imperialismo”, el “saqueo de los recursos naturales” y los “enemigos de la patria”.
Las multitudes y el caudillo reproducen en complicidad las relaciones de opresión y de dominación, en esta relación feudal de las cosas siempre se encuentra un chivo expiatorio: para unos son los rojos para otros los derechistas; una concepción dicotómica que se constituye en una barrera para la democracia en muchos paÃses.
Actualmente esta concepción marca las polÃticas en Venezuela, Bolivia, Nicaragua, sociedades donde la desigualdad entre las clases es abismal, la consigna sigue siendo “igualdad para todos”. Y para justificar mitifican al caudillo, que pronto “resucitará”, y volverá como el “redentor de los pobres”.
La búsqueda de la “igualdad para todos” es también para los caudillos la razón para perpetuarse en el poder. Se alienan muy rápidamente con la función de poder; el poder les envuelve en una esquizofrenia donde tanto el caudillo como las masas privilegian sólo el corto plazo. En ese juego perverso se hace creer que el “pueblo tiene el poder” para concentrar el poder en manos del caudillo. Y para que la gente no olvide se cambia de nombre a los puentes, calles, museos, aeropuertos… con el nombre del dictador.
Buscan la inmortalidad gravando y sacralizando las “obras” con grandes plaquetas y desfiles. Lo que cuenta es dejar el sello, la huella antes que polÃticas de Estado y de desarrollo global; los acólitos o los llunk’us convierten al caudillo cuando aún vive en jefe espiritual, “fundador” de “corrientes polÃticas”: peronismo, barrientismo, palenquismo, evismo, chavismo. Esta aspiración de “entrar en la historia” es el sÃntoma de la desesperación de todo polÃtico cargado de valores feudales decorados con un discurso revolucionario.
En ese escenario se debe entender el “fin de un caudillo” en Venezuela, los manipuladores de masas necesitan convertir al caudillo en Ãcono, santo, apóstol y redentor. En sociedades marcadas por relaciones de parentesco y estructuras feudales la izquierda latinoamericana necesita sacralizar a déspotas y caudillos.
Lo cierto es que a estas alturas de la historia esas prácticas son parte de un pasado, pero que golpea estructuralmente las relaciones sociales, entonces la construcción de la democracia se hace difÃcil todavÃa. La tarea es romper con todo mundo de ficción que no deja pensar ni decidir.
La distribución del excedente bajo formas de bonos y subvenciones convierte al caudillo en un “dictador bueno” e incluso se dice que en el mundo se necesitan más dictadores como él.
Los pretextos en que se apoya el caudillo son siempre; el nacionalismo, socialismo e indigenismo. Nunca dejaron de depender de ideas o elucubraciones de sus “amos pensadores” para construir una sociedad. Cuando el socialismo real habÃa muerto en Europa, se necesitaba otro pretexto de dominación destinado para los otros de Occidente, por eso alguien elaboró la receta del socialismo del siglo XXI para los pueblos emergentes; la aplicación de esta receta es el Estado convertido en mercader.
El continente latino-americano está marcado en su historia por ciclos polÃticos en los que unas veces son las dictaduras militares y en otras las dictaduras revolucionarias las que exponen a sus caudillos siempre con prácticas autoritarias; existen tantos caudillos como santos. Los que estudian las sociedades del Sur siempre encuentran las proezas de los “grandes” caudillos. Esta parece tener su base sociológica y polÃtica en estructuras entrecruzadas donde las relaciones feudales y de parentesco imprimen una tradición, más que principios polÃticos y democráticos.
El péndulo de la polÃtica está entre dictaduras y revoluciones; lo común a ambas son las prácticas fascistas. Ambas mantuvieron relaciones de reciprocidad con las masas en base al clientelismo, la prebenda, generalizando el asistencialismo en una sociedad donde el individuo espera el “don” del “lÃder”. Entre jocosidad y polÃtica la consigna es la lucha contra: la “rosca”, la “dependencia”, el “imperialismo”, el “saqueo de los recursos naturales” y los “enemigos de la patria”.
Las multitudes y el caudillo reproducen en complicidad las relaciones de opresión y de dominación, en esta relación feudal de las cosas siempre se encuentra un chivo expiatorio: para unos son los rojos para otros los derechistas; una concepción dicotómica que se constituye en una barrera para la democracia en muchos paÃses.
Actualmente esta concepción marca las polÃticas en Venezuela, Bolivia, Nicaragua, sociedades donde la desigualdad entre las clases es abismal, la consigna sigue siendo “igualdad para todos”. Y para justificar mitifican al caudillo, que pronto “resucitará”, y volverá como el “redentor de los pobres”.
La búsqueda de la “igualdad para todos” es también para los caudillos la razón para perpetuarse en el poder. Se alienan muy rápidamente con la función de poder; el poder les envuelve en una esquizofrenia donde tanto el caudillo como las masas privilegian sólo el corto plazo. En ese juego perverso se hace creer que el “pueblo tiene el poder” para concentrar el poder en manos del caudillo. Y para que la gente no olvide se cambia de nombre a los puentes, calles, museos, aeropuertos… con el nombre del dictador.
Buscan la inmortalidad gravando y sacralizando las “obras” con grandes plaquetas y desfiles. Lo que cuenta es dejar el sello, la huella antes que polÃticas de Estado y de desarrollo global; los acólitos o los llunk’us convierten al caudillo cuando aún vive en jefe espiritual, “fundador” de “corrientes polÃticas”: peronismo, barrientismo, palenquismo, evismo, chavismo. Esta aspiración de “entrar en la historia” es el sÃntoma de la desesperación de todo polÃtico cargado de valores feudales decorados con un discurso revolucionario.
En ese escenario se debe entender el “fin de un caudillo” en Venezuela, los manipuladores de masas necesitan convertir al caudillo en Ãcono, santo, apóstol y redentor. En sociedades marcadas por relaciones de parentesco y estructuras feudales la izquierda latinoamericana necesita sacralizar a déspotas y caudillos.
Lo cierto es que a estas alturas de la historia esas prácticas son parte de un pasado, pero que golpea estructuralmente las relaciones sociales, entonces la construcción de la democracia se hace difÃcil todavÃa. La tarea es romper con todo mundo de ficción que no deja pensar ni decidir.
La distribución del excedente bajo formas de bonos y subvenciones convierte al caudillo en un “dictador bueno” e incluso se dice que en el mundo se necesitan más dictadores como él.
Los pretextos en que se apoya el caudillo son siempre; el nacionalismo, socialismo e indigenismo. Nunca dejaron de depender de ideas o elucubraciones de sus “amos pensadores” para construir una sociedad. Cuando el socialismo real habÃa muerto en Europa, se necesitaba otro pretexto de dominación destinado para los otros de Occidente, por eso alguien elaboró la receta del socialismo del siglo XXI para los pueblos emergentes; la aplicación de esta receta es el Estado convertido en mercader.
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